Rockatmellio, Roquemelió, Rocket-at-Mellio, Rockat-melió, Roquemel, Rocket-au-gogo-melió, los juegos de palabras seguían. Nadie sabía exactamente como se llamaba, pero lo podías identificar al verlo andar con su tupé estilo Robert Smith de The Cure, pero estilizado para lo que se proponía: cantautor de una banda regular de rock, en un medio tan difícil como es Lima, musicalmente hablando, donde el rock es lo último que se piensa y se apoya, ninguneada ante el poco gusto musical del "mainstream" que se rinde ante la salsa sensual, la cumbia de orquesta y ese esperpento auditivo con que lo llaman reggaetón. Hablar de rock en Lima es ver a la escoria, la lacra combativa contracultural, las calles con fuerte olor a orina de borrachos y botellas tiradas, la poca movida que hay, las discusiones si eres banda de covers o con temas propios, las radio limeñas que solo transmiten hasta el cansancio un repertorio reducido de canciones que caben en un usb de 256 megas, habiendo todo un mundo de posibilidades musicales por descubrir a dos clicks hurgando en internet.
Pero primero había que dar dos grandes pasos: atrapar a la esquiva inspiración para sentarse a componer las letras y buscar una banda que se acomode a lo que se tiene en mente. Ambos pasos son, con ayuda de drogas y algo más, relativamente fácil de conseguir. Rockatmellio buscaba pretender, sin caer en la ultranza del snobismo exacerbado, meter filosofía socrática platónica pitagórica en sus letras que compondría con una base sencilla de un blues, ya harto manoseado, o en un jammin improvisado de slow rock para medir la intensidad de sus versos. Rockatmellio quiere hacer pensar a la gente donde la gente solo busca meterse sus pepas, disimularlas con un trago de alcohol encima y estar feeling para despercudirse de su rutina semanal laboral.
El problema con muchas bandas es el poco alcance o llegada que tienen en el reducido circuito musical que hay en Lima. Si ya de por sí es una ciudad capital con varios millones de habitantes dezplazando su vivienda cual virus, dejando de ser una metrópolis para ser una megalópolis en ciernes, versiones minúsculas se veían reflejadas en otras ciudades del interior del país, como Trujillo, Arequipa o Huancayo, a lo mucho. El rock era un género foráneo, explosivo, poco bailable y permisivo con el consumo discreto de porro, coca aspirada, MDMA y cajones de cerveza en venta, que se escurrían como agua embotellada en las maratones deportivas. Pocas veces al año dos organizadoras de eventos se podían permitir el lujo de reunir un cartel de varias bandas rockeras, pero que por gustos musicales mediocres, se trataba de bandas con una antigüedad mayor de veinte años, que seguían en actividad solo por la nostalgia de aquellos que los escucharon en las radios, cuando éstas emitían más música de la buena. Si bien es cierto que hubo un despunte de bandas rockeras alla a finales de los ochenta e inicios de los noventa, recibieron un apoyo masivo por parte de los medios y las inversiones privadas, hoy en día la brújula se orientaba más hacia el gusto popular fuera del área capitalino, donde se sabía que había dinero seguro invirtiendo en conciertos masivos de orquestas que interpretaban música estridente de discoteca juerguera, un mix de temas entre cumbias, chicha, reggaetón y pachanga. Eso era lo que mandaba hoy en día en los gustos, en tanto el rock estaba desplazado. Hasta Nick Cave sale de su escondite secreto y anuncia que el rock ha muerto. Y hablar de Nick Cave no es cualquier moco de pavo.
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